Javier Ijalba | 02 de junio de 2021
Es necesario reconocer que existe el derecho a morir dignamente, igual que uno tiene derecho a vivir del mismo modo. Pero no se puede decir, sin más, que uno tiene derecho a morir.
En estos meses en los que el mundo está siendo probado a causa de una pandemia, asistimos con estupor a una sociedad de contrastes. Y es que, en efecto, la COVID-19 ha dejado al descubierto una insidiosa enfermedad que está carcomiendo nuestro mundo: pensar en sí mismo como medida de todo y para todo. Es decir, ha aparecido un hecho radicalmente nuevo. La modernidad aparentemente triunfante se ha derrumbado frente a la evidencia de la muerte. El virus ha revelado que, pese a las promesas y seguridades humanas, el mundo de aquí abajo quedaba paralizado por el miedo y por la evidencia de la muerte. En definitiva, el mundo no puede resolver el enigma de la muerte.
A la vez, en este escenario desolador se plantean tres hechos que suscitan un dolor intenso y son síntomas de graves problemas. En primer lugar, el hecho de que nuestra sociedad española haya aceptado que nunca sabrá el número exacto de muertos por coronavirus. En contra de los criterios de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que pide sumar a todas las víctimas que hayan mostrado síntomas, el Ministerio de Sanidad se ha aferrado a computar únicamente en las estadísticas oficiales a los muertos a los que se les pudo realizar una PCR. Así, frente a los registros de Sanidad, otros institutos oficiales y estudios de universidades elevan la cifra real de decesos entorno a más de 20.000 respecto a las cifras aportadas por el ministerio. Y el mayor problema es que arrojar luz sobre el número real de fallecidos por la COVID-19 parece que no ha sido una prioridad para Sanidad.
En segundo lugar, una reclamación constante por la apertura de terrazas, bares, ocio nocturno, etc. Pero quién ha alzado la voz frente a la soledad de tanatorios, cementerios, hospitales, residencias, etc… En estos momentos en los que se ha ido elevando el número de personas que pueden sentarse a una mesa de una terraza, por qué no reclamamos el derecho al acompañamiento en la enfermedad y en la muerte, el derecho a no morir solo, el derecho a acompañar a nuestros difuntos. Tal vez, el problema sea que nos ocupamos de nuestra vida, bien vivida, pero no de nuestra enfermedad y muerte.
Y, en tercer lugar, ante una situación de enfermedad y muerte, se alza la proclamación falaz de un supuesto «derecho a morir», que ha desembocado en la aprobación de la ley de eutanasia. En este debate, es necesario reconocer que existe el derecho a morir dignamente, igual que uno tiene derecho a vivir del mismo modo. Pero no se puede decir, sin más, que uno tiene derecho a morir. El Estado y las personas cercanas al moribundo han de velar para que las condiciones a la hora de afrontar la muerte sean dignas. Que muera acompañado por sus seres queridos y con la debida atención espiritual y médica; en definitiva, con el menor sufrimiento espiritual, psíquico y físico. Pero esto nada tiene que ver con la oscura fantasía del derecho a morir, en la que se revela el problema o la ilusión fatal de un ser humano que no debe nada a nadie. Es lo que se llama, en estos tiempos modernos, el fenómeno de la absolutización del sujeto.
Y frente a estos problemas, ¿tiene algo que decir la Iglesia? ¿Tiene aún un lugar y una responsabilidad en tiempos de pandemia? La COVID-19 ha puesto al descubierto la necesidad de que frente a la muerte no hay respuesta humana que se sostenga, solo la esperanza de una vida eterna permite superar el escándalo. Así pues, la Iglesia Católica está llamada a volver a su responsabilidad primera. El mundo espera de ella una palabra de fe y esperanza que le permita superar el trauma de este encuentro cara a cara con la muerte. En definitiva, la Iglesia está aquí para ser testigo de la victoria de Cristo sobre la muerte por su Resurrección. Este es el corazón de su mensaje: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también nuestra fe y somos los más desdichados de todos los hombres» (1 Corintios 15, 14-19). Todo lo demás es consecuencia de esto.
«En España no existe un peligro para la libertad de expresión, pero el Gobierno está abusando de la propaganda», reconoce el veterano periodista.
El pensador que dirige la Fundación Juan March reivindica valores sólidos y esperanza: «El virus, al menos esta vez, está destinado a su eliminación, y la sociedad con sus buenas costumbres volverá a ocupar el lugar de antes».